sábado, 25 de junio de 2016

CARTA A UNA RELIGIOSA SOBRE EL TIEMPO PRESENTE





Padre Emmanuel


Atenta como es debido, a la situación de la Iglesia en general y de las congregaciones re­ligiosas en particular me rogáis os enseñe la resignación cristiana en medio de las dificul­tades del tiempo presente.

En primer término, advertid, Hermana, que Nuestro Señor nos previno los males que nos amenazan:

“Si fueseis del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero porque no sois del mun­do (...) el mundo os aborrece (...). Si me persiguieron a mí, también a vosotros os perseguirán”. (Jo. 15,19-20)

“En el mundo tendréis mucho que sufrir, pero confiad, yo he vencido al mundo” (Jo. 16,33).

Ya estamos advertidos, nada ha de sorpren­dernos. Si de algo nos sorprendiéramos, ha­bríamos decaído en la fe o, al menos, prestado poca atención a la palabra de Nuestro Señor.

Pero debemos mantenernos firmes en la fe, tal es el precepto divino, y también recomen­dación del Apóstol:

“Velad y estad firmes en la fe, obrando varonilmente y mostrándoos fuertes” (1 Cor. 16,13).

Nuestro Señor nos anunció los males que tendríamos que padecer en general, y la San­tísima Virgen nos advirtió el mal muy parti­cular que debemos esperar en el presente.

Habéis leído las palabras tan graves y tan doloridas que la Santísima Virgen llorosa de­rramó, en una lengua incomprendida, en el alma de los pastores de la Salette. Los pasto­res lo repitieron sin comprenderlo, y aunque una parte del discurso de la celestial Mensa­jera haya debido mantenerse secreto, hay, em­pero, una parte de ese secreto que la Santísi­ma Virgen permitió se diera a conocer pasado cierto tiempo. Habéis leído allí estas palabras: “Los religiosos serán expulsados”. También habéis leído allí la explicación de los motivos de ese decreto celestial, muy anterior al decreto terrestre por todos conocido. Hemos pecado y Dios, en su justicia misericordiosa, quiere castigar el pecado en el tiempo para no tener que castigarlo en la eternidad.

Otra consideración. Entre los castigos que nos amenazan habrá una parte para los cul­pables y otra parte para los inocentes. Única­mente Dios conoce bien a unos y a otros, y sa­be la porción de mal que caerá sobre cada cual. Por lo que sabemos ese mal será una expiación para unos y aumento de méritos para otros, porque todo se convierte en bien para los que aman a Dios.


Los medios que la malicia de los hombres elige para hacernos sufrir entran en el plan de la Divina Providencia y cooperan a nuestra salvación. Ésa no es la intención de los malos, pero pertenece a la sabiduría de Dios hacer que cooperen a sus fines hasta las voluntades más desordenadas.

Por lo tanto, si sabemos conformar nuestra débil voluntad a la santísima y siempre ado­rable voluntad de Dios, todo, indudablemente, concurrirá a nuestro bien, incluso los excesos de los malos que hubieran recibido de lo alto permiso para impulsar todo hasta el extremo, por ejemplo, de matarnos. Conocéis la palabra de Nuestro Señor:

“No temáis a los que matan el cuerpo pero no pueden matar el alma” (Lc. 12, 4).

Es necesario entonces, penetrar en la inte­ligencia de los designios de Dios respecto de nosotros, adorar en todas las cosas su conduc­ta, justa y misericordiosa a la vez; luego, ac­tuar en todas las cosas como cristianos valien­tes y como religiosos fieles; después, sólo nos quedará una cosa: permanecer en paz hasta que hayan pasado la justicia de Dios y la in­justicia de los hombres.

El estado al cual os convoco es el de la re­signación cristiana. La resignación cristiana no es la actitud afectada de los estoicos fren­te al dolor sino una sumisa cooperación a la ejecución de los designios de Dios, conocidos y desconocidos.

Para penetrar más plenamente en ese esta­do os daré una instrucción y os enseñaré una plegaria.

La instrucción consiste en las siguientes pa­labras del Evangelio:

“Cuando hubo subido a la barca le si­guieron sus discípulos. Se produjo en el mar una agitación grande, tal que las olas cubrían la barca; pero Él entre tanto dor­mía.

“Y acercándose sus discípulos, le desper­taron diciendo: Señor, sálvanos, que perecemos.

Jesús les dijo: ¿Por qué teméis, hombres de poca fe? Entonces se levantó, increpó a los vientos y al mar, y sobrevino una gran calma” (Mt. 8,23-26).

La barca, como sabéis, es la Iglesia de la cual somos sus hijos. Jesús está en la barca, León XIII es hoy su piloto, nosotros sus pa­sajeros. Si ahora Jesús no duerme, podrá dor­mir mañana o pasado y entonces sobrevendrá la tempestad y las olas cubrirán la barca. Mu­chos dirán que la barca está perdida; incluso entre los que en ella viajan se dirá: ¡estamos perdidos! Y Jesús despertará y les dirá: —Hombres de poca fe. Se levantará y con una sola palabra impondrá la calma. Y la calma durará hasta cuando Dios sabe, y vendrá otra tempestad. Hace dieciocho siglos que esto su­cede y lo mismo sucederá hasta que la barca arribe al puerto. Entonces Jesús despertará para nunca más dormir: dirá una palabra que será la palabra del juicio final y sobrevendrá una gran calma que será la calma de la eternidad.

Mientras esperamos esta calma bienaventurada, velemos y oremos.

Os prometí una oración, hela acá. La saco de un tesoro muy escondido, es una perla pre­ciosa, la entrego a vuestra alma para su edi­ficación.

El Sábado Santo, precisamente en el tiempo en que Jesús duerme en su sepulcro, la Igle­sia lee la historia del diluvio, historia pareci­da a la del Evangelio que acabo de citar, e in­mediatamente después de esta lectura, dirige a Dios la oración siguiente. Escuchad bien: es lo más sublime de la fe, de la esperanza, de la resignación, de la oración.

Deus, incommutabilis virtus et lumen aeternum: respice propitius ad totius Ecclesiae tuae mirabile sacramentum, et opus salutis humanae, perpetuae dispositionis effectu, tranquillius ope­rare: totusque mundus experiatur et videat dejecta erigi, inveterata renovari, et per ipsum redire omnia in integrum, a quo sumpsere principium: Dominum Nostrum Jesum Christum Filium tuum qui tecum vivit et regnat in unitate Spiritus Sancti, Deus, per omnia saecula saeculorum.
Amen.

Oh Dios, poder incon­movible y luz eter­na, mira propicio al misterio admirable de toda tu Iglesia y opera muy apacible­mente la obra de la salvación de los hombres por ejecu­ción de tu disposi­ción eterna, y que el mundo entero experimente y vea que las cosas des­quiciadas se ende­rezan, que las cosas envejecidas se renuevan, y que por el mismo las cosas todas recuperan su integridad, por Aquél de quien recibieron su ori­gen: Nuestro Señor Je­sucristo, tu Hijo que contigo vive y reina en la unidad del Espíritu Santo Dios, por los siglos de los siglos. Amén.

Comprendéis, Hermana, que esta oración se aplica a todos los tiempos y a todas las situa­ciones: al ponerla hoy a vuestra vista pienso que podremos, sin inconveniente, aplicarla a nuestro tiempo y a nuestra situación. Adver­tid por favor, cómo la iglesia pide a Dios que opere nuestra salvación muy apaciblemente.

Todas las agitaciones de este mundo son ape­nas dignas de la atención de Dios, y, en todo caso no turban en absoluto la paz divina con la cual, aunque parezca dormir, opera nuestra salvación muy apaciblemente, en ejecución de sus designios eternos y, por consiguiente, in­mutables.

Notad también cómo la humanidad desqui­ciada y arrojada por Adán en el estado de vetustez en que la vemos sumida, es endereza­da y rejuvenecida por Aquél que, siendo su Creador se hizo su Salvador. Lo que la gracia de Dios opera así en la humanidad cristiani­zada, lo obrará asimismo en las órdenes reli­giosas decaídas porque asumieron, en alguna cosa al hombre viejo. El hombre viejo debe ser destruido y lo será; el hombre nuevo ha de renacer; todo retornará a su primitiva in­tegridad y ha de sobrevenir una gran bonanza.

Que el mundo entero vea eso, Hermana, y Dios permita que lo veáis también.

Que Dios os guarde, Hermana, en paz y en oración.